La batalla medieval está tan arraigada en el imaginario colectivo que resultaría difícil, a estas alturas, convencernos de que el conflicto abierto y armado entre facciones enemigas era la excepción y no la regla: ¿quién no piensa en dos caballeros descargando pesadas espadas sobre el yelmo y la loriga del adversario, o en la mêlée que se produce cuando dos ejércitos chocan uno contra otro? Y es que no hay nada como la propaganda, pues eso y no otra cosa es la importancia que le dieron los cronistas a las batallas medievales: por ejemplo, apenas unos años después de Las Navas de Tolosa se hablaba de las milagrosas señales y ayudas celestiales que llevaron a los cristianos a la victoria sobre los moros. Otro tanto sucede con Agincourt, descrita como el parangón de la heroicidad (recordemos ese "modesto" repaso final a las bajas: ¡unos diez mil franceses caídos frente a cuatro barones y veinticinco caballeros ingleses) y Georges Duby tampoco se queda corto con su, por lo demás, apasionante narración del Dimanche de Bouvines, el día en que Felipe Augusto derrotó a una alianza liderada por Otón IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y sin embargo, la ironía radica en que era tan raro el enfrentamiento abierto que cuando se producía, los cronistas y escribas de la corte se apresuraban a registrarlo -pues tiene poca gloria y menos resplandor la pequeña historia de las cabalgadas, las razzias, los pillajes y demás técnicas habituales de erosión del enemigo- y así nos ha llegado esa batalla medieval, tan romántica y, paradójicamente, tan fabulosa ya desde el primer día.
2.6.09
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