16.10.06

Pasaba por aquí

Lo sé, lo sé. No es de recibo empezar con tres densos párrafos, dar la mano, hacer las presentaciones, y luego desaparecer sin más. En mi descargo diré que esto no es un cuaderno de bitácora (como diría Duchamp, "ceci n'est pas une pipe") sino un diario virtual que no escribo en un cuaderno Moleskine porque me da en la nariz que las narraciones de mis aventuras no quedan a la altura de las de Bruce Chatwin, y bastante es teclear en el vacío como para además ser puntual, formal y comedida. Es decir, que bienvenidos de nuevo y a lo nuestro.

Dan para mucho cuatro días sin fichar. Para los afortunados neófitos no familiarizados con la vida laboral, "fichar" es el acto de ceder tu tiempo a un empleador a cambio de dinero. Así que "no fichar" equivale a disfrutar del día sin más imposiciones que las imprescindibles de la vida cotiana, a saber, comprar leche, el periódico y sacar la basura. Pero decíamos que dan para mucho, esos días sin intercambios. Dan para hacerse con algún libro del último Premio Nobel de literatura, Orhan Pamuk, y respirar hondo porque vale la pena. Dan para remordimientos, tras la moderna traición, para volver al abrazo cálido y comprensivo de los clásicos olvidados en la estantería fría, y darle vueltas a Montaigne y Rousseau y a todas las confesiones que han brotado antes que la propia. A mí que tanto me cuesta recordar las palabras exactas de los demás (quizá porque toda mi energía se emplea en recordar las frases perfectas que cruzan mi cerebro a toda velocidad, demasiado rápidas para capturarlas en página quieta), vuelve continuamente a mi cabeza una cita de María Zambrano, "toda confesión es la esperanza de recuperar un Paraíso perdido", y me distraigo pensando en qué carajo de Paraíso quiero recuperar, si tuve alguno.

Y acaso sea que quiero volver a encadenarme a las letras del teclado, que ese es todo mi Paraíso. La mayúscula, como en el caso de todos los escritores, va en el "mi", antes que en el paraíso. Cualquier emborronador de cuartillas que se precie y se conozca sabe bien que crea para tener el poder de crear. En mi caso, confieso que la felicidad absoluta me llega en el instante en que me olvido de todo lo que hay fuera del cuadrado blanco de la pantalla, y me rompo los sesos para poner juntas cuatro palabras y contar una historia. Como acabo de hacer ahora.

Recomendaciones para hoy: de vez en cuando, mirad a la cara de la gente con la que os cruzáis por la calle. Ya, ya. Pero probadlo.

3.9.06

¡Bienvenid@s!

Me rindo. Esta entrada - curiosa forma de llamar a la exposición pública de unas letras, que salen y flotan y vete a saber dónde terminan - es una derrota, pero qué le vamos a hacer. Grandes hazañas empezaron muy mal, o si no preguntádselo a Enrique V (el de Kenneth Branagh, si no os importa) y otras que a priori nacen apadrinadas no tienen buen final. Como decía, qué le voy a hacer si para garantizarme mi espacio de escritura tengo que hacerlo público, y pactar ese par de horas diarias no sólo conmigo y mi ordenador, sino también con un navegante anónimo que dé en parar por aquí, y con el que fingiré que tengo una cita, no sé si diaria o semanal o qué. Tampoco hagamos leña del árbol caído. A ver si por comprometerme a escribir en este cuaderno de bitácora, como me dicen los puristas (siempre tan serviciales) que se tiene que llamar esto, vamos a fijarnos horas y mirar relojes con cara agria. Navegar nunca ha sido una actividad de gente apresurada.

Como buena principiante, ignoro si hay extensiones adecuadas para un primer tiento, pero supongo que sí habrá tiempo para los nombres y los porqués. Los afortunados que no los necesiten, nos veremos en algún otro renglón. Para los demás: me llamo Claudia Casanova, y las letras han sido siempre mi debilidad, en cualquiera de sus formas. He hecho varias cosas a lo largo de mi vida, que cuenta con 32 años bastante bien empleados, pero ni la mitad de lo que soñé hacer alguna vez: descender por el río Orinoco, encontrar las minas del Rey Salomón o subirme al cohete de los Méliès y terminar estampada en el ojo de la Luna. En fin, que soy un poco miedosa en lo que se refiere al riesgo físico, por lo que siempre agradecí mucho a los escritores que me dieran la oportunidad de experimentar las emociones de la aventura, el desgarro de la tragedia y los azares de la peripecia sin necesidad de hacerme un rasguño.

De modo que de mayor quise hacer lo mismo, y hace unos meses publiqué La Dama y el León, mi primera novela, en la editorial Planeta. Es un relato de aventuras, protagonizado por una mujer, Aalis, que escapa de la vida que los suyos quieren imponerle, en el siglo XII, en el norte de Francia. No os digo más, excepto lo evidente: que fue una gran alegría ver el manuscrito publicado y que estoy muy orgullosa. Pero en la sangre de los que tenemos la tremenda desvergüenza de sentarnos a escribir no corre precisamente la satisfacción, sino una permanente consciencia de no haber logrado llegar a plasmar perfectamente todo aquello que bullía en nuestra cabeza, y eso nos impulsa a seguir escribiendo (para desespero de los detractores y gozo de los lectores fieles). Así que después de un rodeo, vuelvo a deciros que estas palabras están aquí, colgadas (literal y figuradamente) porque tengo que seguir tecleando y ejercitando mis manos y mi mente. No estoy satisfecha, y no creo que nunca llegue a estarlo. Pero si por el camino me divierto intentándolo, y alguno de vosotros también, no habremos perdido demasiado.

Recomendaciones: tomad un buen bistec de carne roja un par de veces al mes. De lo demás, hablaremos otro día.