29.4.09

Diez novelas históricas para una isla desierta y cinco días de vacaciones (II)



El diablo carga las listas y las categorías: basta mencionar de corrido cuatro nombres y cinco elogios para que las dudas me corroan. ¿Cómo pude dejar para segundas partes a Adriano o ni siquiera mentar las gloriosas aventuras de Verne? Ya dije que en el desvarío está la alegría, o al menos así me consuelo. Para seguir con lo prometido, ahí van cinco estrellas más en mi constelación literario-histórica.

Los tres mosqueteros, Alejandro Dumas. O también El conde de Montecristo, El vizconde de Bragelonne, y Veinte años después. No importa porqué puerta se entra en el club Dumas que Arturo Pérez-Reverte noveló, el lector acabará encerrado y tirará la llave para quedarse en su universo de espadachines valientes, cardenales maquiavélicos y conspiraciones contra el honor de las reinas o traiciones amargas que siempre saben encontrar el equilibrio entre la venganza y la justicia. Una buena compañía para días de lluvia y dudas.

El puente de Alcántara, de Frank Baer. O de cómo los foráneos saben hacer virguerías de documentación que aún nos dejan boquiabiertos a los lugareños. La España del siglo XI despliega sus alas de barro y de sangre: la Reconquista, pedrusco a pedrusco, a pie de alquería, con sus mercenarios y sin banderas ni lealtades otras que oro y tierras. Un capitán y su escudero; un judío y un árabe son las tres vidas cruzadas que tejen el pasado de las tres culturas que Baer describe con minuciosidad pero sin perder el nervio narrativo. El listón está muy alto para las novelas sobre la España medieval.

El salón dorado, de José Luis Corral. De esta novela, situada en la misma época histórica que la anterior, me gustó el hecho de que el protagonista procediera del Este. Muchos eslavos fueron capturados y llevados a tierras lejanas dónde se convertían en mercancías y sirvientes de otros: la veracidad histórica se convierte en rasgo de originalidad de una narración que, por lo demás, viaja desde Kiev hasta Zaragoza pasando por Constantinopla con la esperada solvencia de un historiador.

Guerra y paz, de León Tolstoi (permitidme la grafía de cuando lo leí por primera vez). Lo sé, lo sé. Ni con la mejor voluntad encaja el barbudo ruso en este listado de aventuras, carreras a caballo, conjuras y espadas. Pero es que aparte de ser un fresco sobre el ser humano, un estudio de las pasiones y miserias de la nobleza rusa durante la guerra contra Napoleón, de ofrecer al lector un tratado de estrategia (o contra-estrategia) militar y retratar la grandeza de un país con inmensas posibilidades e ínfima suerte, Guerra y paz es una novela y es histórica. Y además, para los que habéis leído otras entradas, sabréis que basta una adaptación fílmica medianamente lograda para robarme el corazón. ¿Y hay alguien que se atreva a negarme que sólo hubo y habrá una Natasha, aunque en otras vidas se llamase Holly Golightly?

El pirata, de Walter Scott. Del abogado escocés no se podría (ni quiero) esperar menos que el ABC del género: mujeres apasionadamente enamoradas de piratas byronianos, combates en alta mar, personajes siniestros y una trama de secretos que hunde sus raíces en islas tenebrosas. Quizá es una pieza de museo, pero cuando deseo fundirme con una tempestad, desaparecer entre árboles de un bosque espectral o anegarme en nostalgia y honor, miro a la estantería dónde Sir Walter me saluda con una burlona reverencia de escritor desatado, jurándome lealtad eterna. ¿Qué queréis que haga? Alargo la mano y acepto su invitación.


26.4.09

Diez novelas históricas para una isla desierta y cinco días de vacaciones (I)



Hace varios días prometía una lista de novelas históricas favoritas y el motivo de la tardanza en cumplir lo dicho es que elegir es una agonía: la vida no está hecha de cinco pedazos, ni tres finalistas, ni un puñado de escogidos. Es más bien un remolino confuso y desorganizado de letras, números y vísceras. Todas las lecturas que llevo a cuestas (las que me han gustado y las que no) se pelean por un lugar en el podio y el anti-podio, y así estamos: que os prometo diez títulos pero sólo en aras del manoseado imperativo categórico. De momento, allá van cinco. (Pero como me pierden las travesuras, me temo que en futuras entradas iré desviándome del camino marcado).

Barro y cenizas y Las ciudades carnales, de Zoé Oldenbourg. Leí la primera después de imaginar la historia de Aalis de Sainte-Noire, y me llevé una buena sorpresa al ver que la protagonista de la novela de Oldenbourg se llamaba Aalais y que también transcurría en la Champaña francesa. La verdad es que el norte de Francia en el siglo XII fue un territorio de apasionantes intrigas y por ende múltiples posibilidades narrativas. Teniendo en cuenta que el nombre de mi personaje salió de un censo de población real, no sé de qué me extrañaba: junto con Maria y Ermessenda, fue uno de los nombres más populares del siglo. Las ciudades carnales trata de la herejía cátara, y la recomiendo fervientemente. Oldenbourg posee la capacidad de convertir a sus personajes en seres humanos de carne y hueso, que se mueven por pasiones y ambiciones de lo más creíbles.

La judía de Toledo, de Lion Feuchtwanger. Un clásico de 1954 que sigue siendo una interpretación válida de lo que pudo haber sucedido entre Alfonso VIII, rey de Castilla, y la supuesta judía, la hermosa Raquel, que le hizo perder la cabeza y casi, casi, la corona. Quizá la narración no sea fiel a la verdad histórica, ¡pero qué bien contada está! También es una veraz estampa del rechazo que despertaban los judíos entre la nobleza castellana, que veía con muy malos ojos cómo dinero y poder fluían de sus manos a las de los recién llegados, que contaban con la protección del rey.

El viaje de la reina, de Ángeles de Irisarri. La gran dama de la novela histórica española ofrece una prodigiosa recreación del viaje de la reina Toda de Navarra desde Pamplona a Córdoba. Prodigiosa porque gracias a su dominio de las fuentes históricas, la autora convierte a Toda de un renglón en los pergaminos a una mujer valiente, emprendedora, temerosa de Dios y decidida a salir adelante para salvar la salud de su nieto Sancho. Con un original punto de comicidad cuando retrata el choque cultural entre moros y cristianos, es una deliciosa lectura.

Al-Gazal, el viajero de los dos Orientes, de Jesús Maeso de la Torre. Ambientada en el siglo IX, la recreación del personaje histórico de Al-Gazal conduce al lector de Bizancio a Sevilla y hasta Escandinavia, desde sus viajes como negociador secreto en nombre de Abderramán II hasta su expulsión del emirato de Córdoba. Es una fascinante inmersión en el mundo de Al-Andalus.

Los hijos del Grial, de Peter Berling. ¿Por dónde empezar? Los libros que componen esta saga son densos, ricos y exigentes, de esos que además de la isla desierta hacen falta un par de semanitas a tiempo completo para leer, digerir y disfrutar. Están todos los sospechosos habituales: templarios, conspiraciones, griales, herejías, protagonistas que superan grandes infortunios, reyes, obispos, Iglesia y batallas por la fe. En fin, Berling es uno de los responsables, en mi opinión, de la revitalización de la novela histórica junto con El nombre de la rosa, en cuya adaptación fílmica participó como actor. Tuve la suerte de coincidir con él en la Semana Negra de Gijón, dónde contaba a un público totalmente entregado que un día se sentó a escribir y empezó a fluir el argumento de su primera novela. ¡Pura genialidad!

23.4.09

Sant Jordi



Recién llegada de Londres, y de pasear por sus golosas cadenas de librerías Waterstone's, Blackwell y Borders, sin olvidar la gran Foyles que jamás abandona mi columna derecha, con sus cuatro pisos de puro éxtasis -y comprobar con cierta tristeza que algunas librerías de viejo van cerrando sus puertas- es casi una sobredosis de letras pisar Barcelona en pleno Sant Jordi, del cual he seleccionado una ilustración (cómo no) medieval para encabezar esta entrada.

Y eso después de la feria, dónde la gran noticia no era la crisis sino el fin de la sequía: Dan Brown publica novedad el 15 de septiembre, se titula "The Lost Symbol" (a la espera de que Planeta anuncie el título definitivo y la fecha de publicación en castellano) y aunque nadie sabe de qué va, sus editores respiran tranquilos: se han acabado las penurias. En mi opinión, es buena noticia. Jamás he creído que Dan Brown le robe lectores, pongamos por caso, al filósofo Giorgio Agamben, y en cambio sí logra incrementar el flujo de ingresos de la industria, permitiendo así que se puedan financiar proyectos menos rentables. El problema de esta ecuación, como Adam Smith sabría señalar, es la imperfección humana. Cuando, como el entrañable Manolito de Quino, todos quieren más. Dándole la vuelta al dicho, la virtud no sólo está en el medio porque es equidistante, sino porque además es justo: consiste en repartir las ganancias de los best-séllers entre los primos hermanos menos afortunados (la poesía, la literatura, las humanidades) y que cuentan con menos lectores pero que son igualmente necesarios para la difusión de las ideas y de la cultura.

En ese sentido, el mercado editorial anglosajón practica esa regla a pies juntillas, y al lado de las máquinas de ganar dinero conviven larguísimas estanterías repletas (¡se me saltan las lágrimas!) de títulos sobre historia medieval, filosofía o arte -por no mencionar las filas y filas de literatura por autor- que para sí querrían las mejores librerías de este país nuestro. Como siempre pienso en los libros como hijos adoptivos en busca de hogar, deseo que hoy encontréis al vuestro entre las paradas de Barcelona, o bien disfrutando de la Noche de los Libros de Madrid.


16.4.09

A la rica feria


Con la vista puesta en la página 325 de mi manuscrito, le robo unos minutos a la corrección del texto para hablaros de las ferias editoriales. Desde que Cataluña fuera en 2007 la cultura invitada en Frankfurt, una gran parte del público lector está más informado acerca de lo que sucede durante una feria internacional del libro. De modo que disculpas anticipadas si esta entrada es ociosa, pero puesto que me dispongo a hacer las maletas y viajar a Londres para participar, en mi faceta de editora, en la LIBF (que son las siglas de London International Book Fair), y este blog también se propone hablar del mundo del libro, pues ahí va.

Una feria del libro es un mercado, dónde se compran y venden libros y autores (o dicho de otra forma, el derecho a publicarlos). Por eso cuando se oferta una cantidad de dinero por publicar un libro, se habla de la compra de los derechos de autor de ese título. Y como todas las plazas dónde hay compraventa, pues uno encuentra de todo: filete de primera, salchichas, albóndigas, carne para rebozar, bistec, lomo e incluso casquería. Y ahí están los editores, arrapiñados en mesitas redondas dónde apenas caben dos personas y a duras penas cuatro, escuchando al que vende mientras cuenta lo fantástico que es tal libro o cual autora. Tampoco es difícil vislumbrar a un editor, explicándole a un agente literario lo fantástico que es el catálogo de su editorial. Periodistas culturales, diseñadores, agentes, editores... Hay de todo en una feria, que es como una obra de Shakespeare: con sus idas y venidas, batallas dialécticas, combates soterrados, odio y pasión, amor y lealtad, mentiras y verdades.

Metidos en un frenético un speed-dating de libros, en apenas veinte minutos o media hora, todos luchan por comunicar un mensaje esencial: cómpramelo, véndemelo, créeme, enamórate de mí y de mis representados o de mí y de mi catálogo. De vez en cuando, los autores se atreven a poner un tierno pie en la rugosa moqueta de la feria y entonan el más inocente de los cantos: enamórate de mí. A secas, sin más. Las ferias no son un buen sitio para los autores, como el sol no es bueno para los vampiros: la luz y el brillo que rebota sobre las cubiertas de los libros de los otros les destroza tan certeramente como un amanecer desintegrador.

Pero no temáis por mi. En este mundo hay que disfrutar de las mil caras que todos tenemos: en mi caso, cuando piso una feria me olvido completamente de que escribo, y sólo pienso en coger número en las mejores carnicerías de la feria, como buena editora. Por eso aprovecho ahora que aún pienso en clave de autor, para mandaros un beso durante estos días de retiro profesional. A mi regreso os prometo contaros bondades y maldades de la feria, ¡y volver a ser autora!

13.4.09

Batallas medievales



Ayer hablé de cómo se gesta una cubierta, y también avancé que estaba dando los últimos retoques a mi segunda novela. Por eso, la entrada de hoy intentará ser más corta: estoy dedicando todas las horas del reloj (y suplicándole eso de "no cantes las horas") a pulir, cortar, reescribir, remozar y en general cualquier vocablo adecuado para describir la tarea de arremangarse y mirar con ojo crítico lo escrito hasta el momento.

Me hallo además en plena descripción de una batalla medieval, inspirada en las victorias cristianas de Cuenca (1177) y de las Navas de Tolosa (1212). En ambos casos, los ejércitos cristianos supieron sacar partido de las alianzas y presentar un frente más o menos unido, y esa ventaja les dió la victoria. Pero lo cierto es que en realidad la guerra medieval se basaba más bien en tácticas de desgaste y estrategias de asedio que en heroicas acciones militares. Los ejércitos eran caros de mantener y nadie quería un choque frontal: cuando se producía, era por accidente o emboscada. Francisco García-Fitz publicó una monografía titulada Guerra y relaciones políticas. Castilla y León y los musulmanes (siglos XI-XIII), que me ha resultado muy útil para documentarme. También es muy recomendable su libro sobre Las Navas de Tolosa.

Con esa mente fílmica que me pierde, tecleo sin poder (ni querer) evitar varias y muy distintas escenas: el discurso de Enrique V (vía Kenneth Branagh) a sus soldados antes de Agincourt, y la por supuesto la batalla; el asedio del abismo de Helm en Las dos torres; la batalla de Germania que abre Gladiator; las escenas del desembarco de Salvar al soldado Ryan, o cualquiera de Band of Brothers. Incluso le perdono a Sir Ridley que desperdiciara el potencial de El reino de los cielos, porque nadie como él rueda la acción en todas sus formas.

Así que os dejo, para devanarme los sesos pensando en estrategias, flancos y retaguardias. ¡Feliz regreso de Semana Santa!

12.4.09

Historia de una portada


Termina la Semana Santa, y eso quiere decir que yo también estoy poniendo punto final a la segunda novela de las aventuras de Aalis de Sainte-Noire, la protagonista de La dama y el león. Tengo muchas ganas de avanzaros detalles del libro, pero se me ocurrió que este fin de semana os contaría cómo se diseña y se aprueba una cubierta. En parte, para cambiar un poco de tema después de mis anteriores mensajes sobre películas históricas, y en parte porque hace relativamente poco que ya hemos cerrado la portada definitiva de la segunda novela.

Y como aún falta un poco hasta que no pueda colgarla (lo haré antes de la publicación del libro, eso sí), he pensado que vale la pena hablar de cubiertas, ya que son el envoltorio que acompaña el trabajo que hace el escritor. Por lo general el diseñador, ya sea un profesional free-lance o bien parte de un departamento de diseño editorial, recibe un briefing: es una forma un poco liada de decir informe, que es lo que quiere decir en inglés. En ese texto, siempre breve, se recogen todos los elementos que puedan dar pistas gráficas: si es novela histórica, en qué época transcurre y cuál es el esquema argumental; si es un ensayo, de qué trata y si el enfoque es clásico, contestatario, informativo o de otro tipo.

A partir de ahí juegan varios factores: si el libro se publica en una colección con un formato y diseño predeterminados (por ejemplo, título en caja alta y letra de palo) o bien abierto. Si el editor está dispuesto a poner color en la cubierta, o si prefiere jugar a blanco y negro porque resulta más económico. Si se escoge un diseño con color, habrá que vigilar el gramaje (espesor del papel) de la sobrecubierta, si la hay, pues a veces la impresión de determinados tonos requiere un papel más grueso. Igualmente, si es tapa dura o si es rústica con solapas, el formato del diseño será distinto, pues el lomo del libro también lo será. Si el editor ha decidido gastarse bastante dinero en la cubierta, quizá incluya stamping en las letras: eso quiere decir que tendrán un efecto relieve muy vistoso. (A mí particularmente siempre me gusta pasar los dedos por encima de esas cubiertas, como una especie de "diseño de impulso", aunque eso no siempre conlleva que compre el libro, claro está).

Luego, el diseñador se pone manos a la obra y con todos esos elementos en juego, plantea una o varias versiones de la portada. Y como todas las actividades artísticas, a veces surgen ideas geniales (como las obras del divino David Pearson) o opciones menos afortunadas (de esas todos tenemos alguna en mente). En cualquier caso, para mí el diseñador de mis cubiertas siempre es esa persona que se ha pasado un tiempo determinado, ya sea más o menos, pensando en cómo presentar mi novela al público. Y sólo por eso, tiene mi agradecimiento.

Como véis, hay muchas elecciones, y algunas quedan en manos del editor y otras en las del autor. Generalmente, la propuesta final que se le presenta al autor para su aprobación o comentario ya ha pasado varios filtros, y no es necesario pedir excesivos cambios. En el caso de mi segunda novela, la imagen que ilustra la portada me gustó desde el primer día, pues es cálida, con colores vivos pero sin ser chillones, y el tipo de letra es el mismo que el que se utilizó en La dama y el león. Únicamente sugerí un cambio de color en la tinta de la tipografía, que mi editora aceptó encantada.

Para los que queráis hacer un ejercicio de comparación, os he colgado al principio del mensaje la versión de la portada de La dama y el león que se hizo para la edición especial de bolsillo en tapa dura. Echadle un vistazo y a ver si os gustan las diferencias que hay entre ésta y la edición trade que abre la columna derecha del blog. ¡Mañana, más!

10.4.09

Cinco películas históricas para no olvidar (II)


Después de la pausa del Jueves Santo, y de mucho reflexionar acerca de las siguientes cinco mejores películas históricas que complementan la lista anterior, he aquí el resultado: soy incapaz de escoger y por lo tanto haré un poco de trampa, como ya hice en la entrada de Gladiator y Espartaco; esto es, emparejar algunos títulos y encomendarme al santo patrón de los indecisos. Así que allá vamos.

El león en invierno y El nombre de la rosa. En la primera, un duelo cruel y tierno entre Leonor de Aquitania (Katherine Hepburn) y el rey Enrique II Plantagenet (Peter O'Toole) con sus hijos Ricardo Corazón de León, Geoffrey y Juan sin Tierra como testigos. La familia disfuncional moderna, en un siglo XII veraz y duro, bestial y cercano, con relaciones distorsionadas por la ambición, la mentira y el poder. Cuando la revisioné hace unos meses, la velocidad de sus diálogos y la crudeza de las situaciones retratadas me recordaron al acero del guionista Aaron Sorkin. Más que una película: puro viaje en el tiempo. En cuanto a la adaptación fílmica de la novela de Umberto Eco, ¿qué decir? Sean Connery en su papel de Guillermo de Baskerville fue el perfecto detective medieval, luchando por desentrañar la verdad de los asesinatos en una abadía, contra una red de intereses y manipulaciones que retrataba a la perfección el enfrentamiento entre la Iglesia y las órdenes mendicantes. La nieve y la sangre rezumaban verdad, y todos nos quedamos con ganas de leer el libro de la risa de Aristóteles.

Los Tudor y Elizabeth. A regañadientes, lo confieso, incluyo estos dos títulos. La serie de los Tudor aún va por su tercera temporada y retrata el largo proceso que llevó a Enrique VIII a abandonar la Iglesia católica para casarse con Ana Bolena. Parece un tema manido pero el enfoque es original y potente: Jonathan Rhys Meyers encarna a un monarca más cercano a una estrella de rock que a la figura regordeta que pintó Holbein. En cuanto a las películas sobre la reina Isabel I interpretadas por Cate Blanchett, ya os podéis imaginar el triste papel que le toca a España y su Armada Invencible. Pero es que ambas son obras de factura irreprochable, nuevas formas de abordar las grandes figuras de la historia inglesa, con intérpretes sólidos, y cuya producción derrocha el habitual cuidado británico: la madera cruje, la piedra es de la buena, el vestuario es impecable y lujoso, y no hay caballo que no piafe como debe. Mis reparos no son por el producto final, al contrario: es que me pregunto qué empujón le hace falta a nuestra industria televisiva para imitar el ejemplo. Porque la verdad, desde la fallida intentona de Alatriste, con Águila Roja no hay ni para empezar...

Master and Commander. Una adaptación libérrima de las novelas del maestro Patrick O'Brian, con las aventuras navales del HMS Surprise y de su capitán Jack Aubrey (Russell Crowe) y el médico Stephen Maturin (Paul Bettany), en este caso contra el Acheron, un barco francés casi fantasmal al que persiguen por todo el hemisferio sur (con escenas rodadas en las mismísimas Islas Galápagos). Peter Weir, el director, supo recrear con minuciosidad forense la vida de ciento y pico marineros encerrados en una cáscara de madera en medio del océano, y claro, el desfile temático era un festín para el espectador: amistad, lealtad, miedo, superstición, valor, cobardía, tormentas, orgullo y cañones por banda a toda vela. Vale la pena repasar las novelas antes de zambullirse en este visionado.

Band of Brothers.
Como atestigua esta página, soy más aficionada a la historia medieval que a la contemporánea; todo lo más, llego hasta el siglo corto de Eric Hobsbawm. Pero la adaptación en formato miniserie de un libro de no ficción del historiador Stephen Ambrose, que empecé a ver desganada, empujada por la insistencia de uno de mis prescriptores favoritos, terminó por engancharme (que suele entrañar hacerme reír y llorar) a las peripecias de la Easy Company de la 101st Airborne Division durante la Segunda Guerra Mundial. Como Salvar al soldado Ryan, pero con Tom Hanks de productor, en lugar de actuando. El personaje central alrededor del cual pivotan las historias de los soldados fue interpretado por Damian Lewis, pelirrojo de ojos azules que ahora está atareado vengándose en Life del misterioso enemigo que le metió en chirona, falsamente acusado.

El día más largo. Esta película es más bien simbólica del género bélico sobre la Segunda Guerra Mundial que Hollywood bordó con su maquinaria implacable. Podrían estar en su lugar Un puente muy lejano, Objetivo Birmania, El puente sobre el río Kwai, Tora, tora, tora o si sóis aficionados a los tesoros perdidos, el documental que filmó John Ford en la misma playa de Omaha durante el desembarco, siguiendo a los soldados. Pero es que en El día más largo están todos: John Wayne, Henry Fonda, Robert Mitchum, Sean Connery, Richard Burton, Rod Steiger, Peter Lawford y Gert Frobe, que siempre hacía de alemán o de malo, lo cual era muy apropiado dado que había pertenecido al partido Nazi. (Aunque más tarde algunas familias judías afirmaron que gracias a él habían podido escapar de Alemania). También al pobre Conrad Veidt le tocó encarnar el malvado mayor Strasser en Casablanca, él que sí había sido un ferviente anti-nazi y que se hizo ciudadano británico porque su esposa era judía. Pero enfin, me despisto: la cuestión es que esta película es una buena forma de recordar el desembarco de Normandía y una época en la que las naciones del mundo, contra viento, prejuicios y marea, se aliaron contra un enemigo común.

8.4.09

Cinco películas históricas para no olvidar (I)



Ahora que llega Semana Santa, y con su promesa de días festivos todos hacemos nuestras listas de pendientes (ya sean muebles que comprar, arreglos domésticos, armarios que piden a gritos una mano de orden y otra de Pronto, lecturas atrasadas o amigos por ver), os dejo una lista de mis adaptaciones históricas favoritas. Pueden acompañar a los que opten por no ver Ben-Hur o Los diez mandamientos por quincuagésima vez. El orden es aleatorio: lo que importa es que son películas con derecho a hueco en mi agenda anual.

Lawrence de Arabia: Jamás, jamás brillaron tan azules los ojos de Peter O'Toole cuando encarnó al teniente británico T.E.Lawrence, desgarrado por su quijotesco periplo conquistador, de Aqaba a Damasco. Un retrato que aún hoy aporta pistas sobre la historia de Oriente Medio, y un héroe romántico en el sentido más aventurero de la palabra. La visión fílmica de David Lean del desierto y sus espejismos, la música de Maurice Jarre y la producción avispada de Sam Spiegel, contribuyen a crear un festival de épica, de valor y de traición que merece un visionado de larga duración. De esos con manta y teléfono desconectado.

Senderos de gloria: Tres años antes de ser Espartaco, Kirk Douglas encarnó al coronel Dax, en un episodio basada en hechos reales durante la Primera Guerra Mundial. El general Mireau, del ejército francés, ordena una estrategia suicida contra los alemanes; durante la contienda, algunos soldados se niegan a obedecer esas órdenes, que les conducirán a una muerte segura. Al término de la batalla, el general responsable somete a tres soldados a un consejo de guerra, como ejemplo para el resto de las tropas, en una maniobra para desviar la atención sobre su escasa habilidad militar. El coronel Dax emprende la defensa de los acusados, indignado por la hipocresía y la crueldad del alto mando.

Espartaco y Gladiator: Son dos películas, pero mejor las comento a la vez, porque Ridley Scott se inspiró (profundamente, que diría aquél) en el estilo y la historia de Espartaco para rodar Gladiator. En la primera, el director Stanley Kubrick contó con un reparto de lujo (Kirk Douglas, Jean Simmons, Laurence Olivier, Peter Ustinov, Charles Laughton o Tony Curtis) para describir la rebelión del esclavo Espartaco que puso en jaque el poder de Roma. A pesar de tomarse libertades con respecto a los hechos históricos, lo cierto es que esta película, entre otros peplums (como Quo Vadis o La caída del imperio romano), han construido la memoria fílmica de la Antigüedad para varias generaciones. En cuanto a Gladiator, ¿qué más se puede decir de la justificada arrogancia de Ridley Scott? Un día se levantó, y él solito se dedicó a resucitar un género que todos habían dado por muerto y enterrado. ¿Y qué si lo hizo con un australiano loco que después ganó el Oscar por su interpretación, rodando en Malta y Marruecos, sin guión terminado a la Casablanca (el de Bogart fue cortesía de los guionistas gemelos Epstein) y contando la historia del general Maximus Decimus Meridius como le dió la gana? Fue una resurrección genial, una pirueta sin red de la que sólo Sir Ridley era capaz de salir con bien.

Ivanhoe: Y si vamos a desempolvar el baúl de los recuerdos -en el próximo post me pondré más moderna, lo prometo- no puedo dejar de mencionar a mi querido y acartonado Robert Taylor, y con él abrir la puerta a todo un género. ¡Ay, que dilema el suyo entre Lady Rowena (Joan Fontaine) y la judía Rebeca (Elizabeth Taylor)! La época de Ricardo Corazón de León siempre ha dado mucho juego en las adaptaciones fílmicas (Errol Flynn también se paseó por Sherwood), y espero con gran ilusión Nottingham, que el viejo zorro Ridley está rodando en Inglaterra en estos momentos, para dejarme sorprender una vez más por espadas, arcos y flechas y malvados recaudadores de impuestos. En Ivanhoe, como en Las aventuras de Quentin Durward, los colores son Pantone tinta directa, las espadas chorrean papel de plata y los caballos están enjaezados que es un primor, pero la fiesta histórica está garantizada.


6.4.09

Locus Amoenus



A las puertas de las vacaciones de Semana Santa, y con la deshonesta intención de amarrarme al escritorio para cumplir con mis compromisos literarios, ya podéis imaginar que si le robo unos minutos a la pantalla blanca de mi MacBook (y aprovecho para mandar buenísimos deseos de salud a Steve Jobs), es porque esta bellísima antología merece un comentario aparte.

Para todos los enamorados de la poesía medieval, este volumen magníficamente editado por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, es un imprescindible regalo. Buscad cualquier excusa: que falta ya poco para Sant Jordi, que este año será vuestro aniversario, o el santo de un amigo, que hoy es lunes o que mañana quizá será martes. No importa, pero no dejéis de darle una oportunidad a estos versos escogidos de lírica medieval. En un recorrido por las ocho lenguas que convivieron en la Hispania medieval (latín, árabe, hebreo, mozárabe, provenzal, galaico-portugués, castellano y catalán), la selección de fragmentos de nuestro pasado poético, a veces común y a veces distinto, es la mejor manera de entender la cultura que tenemos hoy y también de apreciar la que pudimos tener.

Aparecen viejos amigos como Guillem de Berguedà o el rey Alfonso II de Aragón, Gonzalo de Berceo y Jorge Manrique, o Ramon Llull; pero también delicias menos conocidas como la poetisa Hafsa Bint al-Hayy ar-Rakuniyya o Yehuda Ha-Levi, entre muchos otros. Os dejo con unos apasionados versos de Ibn Sahl:

Ten compasión de mí, que el alma tengo rota,
y mírame, pues ya he entregado el espíritu.


4.4.09

Barcelona medieval




Si en anteriores entradas hablé del pasado medieval de Córdoba, hoy le toca a Barcelona: también entre sus calles se respira la huella de un tiempo añejo. Cualquiera que haya pisado los adoquines del Barri Gòtic o admirado el conjunto de Santa Maria del Mar, que tan famosa se ha hecho por causa literaria, sabe que Barcelona es un tesoro de historias por descubrir. Con cierta regularidad visito la calle del Bisbe, y aunque llego con mis prisas y mis inquietudes, el empedrado tranquilo por los siglos que ha vivido me recuerda que con tiempo y con paciencia se ganan las batallas más arduas.

Aalis de Sainte-Noire también pisará esas calles en su próxima aventura y por ello he cambiado, momentáneamente, la lectura de Chrétien de Troyes por las cuatro grandes crónicas catalanas, como se conocen las obras de Jaume I, Bernat Desclot, Ramon Muntaner iyPere el Cerimoniós, y que constituyen un rico patrimonio documental sobre la historia de Catalunya. (Un material historiográfico notable, junto con el del Archivo de la Corona de Aragón). Aunque cronológicamente la segunda novela transcurre durante el último cuarto del siglo XII y las crónicas son posteriores, no hay como sumergirse en las fuentes originales para conocer de primera mano los detalles que, más tarde, darán vida y pinceladas de verosimilitud a la ciudad de Barcelona que recrearé en mis páginas. ¡Deseadme suerte!


1.4.09

La flecha negra



Mientras preparaba un mensaje con mi lista de personal de novelas históricas favoritas, se cruzó en mi camino un texto entrañable y honesto como las lágrimas, de esos que se escriben en carne viva y se leen mejor con la piel que con los ojos. Esas líneas de otro me llevaron de un tirón afectuoso a mis primeras lecturas: las que tuvieron esa suerte y por ello dejaron huella más profunda, me enseñaron a ser lectora y quién sabe si la escritora que soy.

Y entre ellas, le debo una profunda reverencia a la novela de aventuras, especialmente a una titulada La flecha negra y a su autor Robert Lewis Balfour Stevenson.

Tenía en el cinto cuatro flechas negras
por las cuatro penas que he soportado
y para los cuatro hombres malvados
que nos tiranizan y nos atropellan.
Una dio en el blanco, una ya acertó
pues al viejo Appleyard muerto lo dejó.
Otra, Master Hatch, para vos, no miento
por quemar Grimstone hasta los cimientos.
A Oliver Oates otra irá a parar
que a Sir Harry Shelton mandó degollar.
Y para Sir Daniel la cuarta será
y todos dirán que bien hecho está.

Cada cual tendrá lo que ha merecido
una flecha negra por cada maldad
y ahora caed de rodillas, rezad
¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!


¿Quién no ha soñado en interpelar así a los seres retorcidos que pueblan cualquier sociedad en todos los tiempos? Pero La flecha negra es más que una novela de aventuras y venganza entre los clanes de Lancaster y York enfrentados durante la Guerra de las Dos Rosas. En ella, el personaje principal, Richard Shelton, aprende que para ser libre hay que cuestionar las verdades aceptadas, que la mentira anida en los lugares más insospechados, y que el valor de la lealtad es más importante que todo el oro del mundo. Son grandes palabras para nuestras pequeñas vidas, pero me apuesto una noche de luna a que en algún momento todos nos hemos hallado frente a una elección moral: lo que la narrativa medieval llama honor y valor, quizá hoy es integridad y coherencia. Los ejemplos no abundan, pero afortunadamente los hay.

Y hoy, al releer la dulce y limpia historia de amor de Dick Shelton y Joanna Sedley, en la cuidada edición en tapa dura que Edhasa ha publicado -encomiable la labor de recuperación de novelas clásicas de aventuras que ésta y otras editoriales están llevando a cabo- me doy cuenta de que Aalis de Sainte-Noire, la protagonista de mi novela, es en parte heredera de Matcham y de Joanna, y también de la terca defensa del honor y del derecho a la libertad que el joven Shelton emprende. Me enorgullezco de escribir novela históricas y de aventuras, porque esas letras proceden de una estirpe con apellidos como Stevenson. A los ojos del correcto mundo de los rectángulos, será tal vez literatura bastarda y nómada. ¡Así sea! Esa es mi respuesta, en las mismas palabras del glorioso escocés que abren La isla del tesoro, otra de sus magníficas novelas que constituyeron mi educación sentimental y literaria, y quizá también la vuestra.

Si los cuentos que narran los marinos,
Hablando de temporales y aventuras,
de sus amores y sus odios,

De barcos, islas, perdidos Robinsones,
Y bucaneros y enterrados tesoros,
Y todas las viejas historias, contadas una vez más
De la misma forma que siempre se contaron,
Encantan todavía, como hicieron conmigo,
A los sensatos jóvenes de hoy:

-¿Qué más se puede pedir? Pero si ya no fuera así,
Si tan graves jóvenes hubieran perdido
La maravilla del viejo gusto
Por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
O con Coopery atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
Dormir el sueño eterno con todos mis piratas
Junto a la tumba dónde se pudran ellos y sus sueños.