Mientras preparaba un mensaje con mi lista de personal de novelas históricas favoritas, se cruzó en mi camino un texto entrañable y honesto como las lágrimas, de esos que se escriben en carne viva y se leen mejor con la piel que con los ojos. Esas líneas de otro me llevaron de un tirón afectuoso a mis primeras lecturas: las que tuvieron esa suerte y por ello dejaron huella más profunda, me enseñaron a ser lectora y quién sabe si la escritora que soy.
Y entre ellas, le debo una profunda reverencia a la novela de aventuras, especialmente a una titulada La flecha negra y a su autor Robert Lewis Balfour Stevenson.
Tenía en el cinto cuatro flechas negras
por las cuatro penas que he soportado
y para los cuatro hombres malvados
que nos tiranizan y nos atropellan.
Una dio en el blanco, una ya acertó
pues al viejo Appleyard muerto lo dejó.
Otra, Master Hatch, para vos, no miento
por quemar Grimstone hasta los cimientos.
A Oliver Oates otra irá a parar
que a Sir Harry Shelton mandó degollar.
Y para Sir Daniel la cuarta será
y todos dirán que bien hecho está.
Cada cual tendrá lo que ha merecido
una flecha negra por cada maldad
y ahora caed de rodillas, rezad
¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!
¿Quién no ha soñado en interpelar así a los seres retorcidos que pueblan cualquier sociedad en todos los tiempos? Pero La flecha negra es más que una novela de aventuras y venganza entre los clanes de Lancaster y York enfrentados durante la Guerra de las Dos Rosas. En ella, el personaje principal, Richard Shelton, aprende que para ser libre hay que cuestionar las verdades aceptadas, que la mentira anida en los lugares más insospechados, y que el valor de la lealtad es más importante que todo el oro del mundo. Son grandes palabras para nuestras pequeñas vidas, pero me apuesto una noche de luna a que en algún momento todos nos hemos hallado frente a una elección moral: lo que la narrativa medieval llama honor y valor, quizá hoy es integridad y coherencia. Los ejemplos no abundan, pero afortunadamente los hay.
Y hoy, al releer la dulce y limpia historia de amor de Dick Shelton y Joanna Sedley, en la cuidada edición en tapa dura que Edhasa ha publicado -encomiable la labor de recuperación de novelas clásicas de aventuras que ésta y otras editoriales están llevando a cabo- me doy cuenta de que Aalis de Sainte-Noire, la protagonista de mi novela, es en parte heredera de Matcham y de Joanna, y también de la terca defensa del honor y del derecho a la libertad que el joven Shelton emprende. Me enorgullezco de escribir novela históricas y de aventuras, porque esas letras proceden de una estirpe con apellidos como Stevenson. A los ojos del correcto mundo de los rectángulos, será tal vez literatura bastarda y nómada. ¡Así sea! Esa es mi respuesta, en las mismas palabras del glorioso escocés que abren La isla del tesoro, otra de sus magníficas novelas que constituyeron mi educación sentimental y literaria, y quizá también la vuestra.
Si los cuentos que narran los marinos,
Hablando de temporales y aventuras,
de sus amores y sus odios,
De barcos, islas, perdidos Robinsones,
Y bucaneros y enterrados tesoros,
Y todas las viejas historias, contadas una vez más
De la misma forma que siempre se contaron,
Encantan todavía, como hicieron conmigo,
A los sensatos jóvenes de hoy:
-¿Qué más se puede pedir? Pero si ya no fuera así,
Si tan graves jóvenes hubieran perdido
La maravilla del viejo gusto
Por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
O con Coopery atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
Dormir el sueño eterno con todos mis piratas
Junto a la tumba dónde se pudran ellos y sus sueños.
Y entre ellas, le debo una profunda reverencia a la novela de aventuras, especialmente a una titulada La flecha negra y a su autor Robert Lewis Balfour Stevenson.
Tenía en el cinto cuatro flechas negras
por las cuatro penas que he soportado
y para los cuatro hombres malvados
que nos tiranizan y nos atropellan.
Una dio en el blanco, una ya acertó
pues al viejo Appleyard muerto lo dejó.
Otra, Master Hatch, para vos, no miento
por quemar Grimstone hasta los cimientos.
A Oliver Oates otra irá a parar
que a Sir Harry Shelton mandó degollar.
Y para Sir Daniel la cuarta será
y todos dirán que bien hecho está.
Cada cual tendrá lo que ha merecido
una flecha negra por cada maldad
y ahora caed de rodillas, rezad
¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!
¿Quién no ha soñado en interpelar así a los seres retorcidos que pueblan cualquier sociedad en todos los tiempos? Pero La flecha negra es más que una novela de aventuras y venganza entre los clanes de Lancaster y York enfrentados durante la Guerra de las Dos Rosas. En ella, el personaje principal, Richard Shelton, aprende que para ser libre hay que cuestionar las verdades aceptadas, que la mentira anida en los lugares más insospechados, y que el valor de la lealtad es más importante que todo el oro del mundo. Son grandes palabras para nuestras pequeñas vidas, pero me apuesto una noche de luna a que en algún momento todos nos hemos hallado frente a una elección moral: lo que la narrativa medieval llama honor y valor, quizá hoy es integridad y coherencia. Los ejemplos no abundan, pero afortunadamente los hay.
Y hoy, al releer la dulce y limpia historia de amor de Dick Shelton y Joanna Sedley, en la cuidada edición en tapa dura que Edhasa ha publicado -encomiable la labor de recuperación de novelas clásicas de aventuras que ésta y otras editoriales están llevando a cabo- me doy cuenta de que Aalis de Sainte-Noire, la protagonista de mi novela, es en parte heredera de Matcham y de Joanna, y también de la terca defensa del honor y del derecho a la libertad que el joven Shelton emprende. Me enorgullezco de escribir novela históricas y de aventuras, porque esas letras proceden de una estirpe con apellidos como Stevenson. A los ojos del correcto mundo de los rectángulos, será tal vez literatura bastarda y nómada. ¡Así sea! Esa es mi respuesta, en las mismas palabras del glorioso escocés que abren La isla del tesoro, otra de sus magníficas novelas que constituyeron mi educación sentimental y literaria, y quizá también la vuestra.
Si los cuentos que narran los marinos,
Hablando de temporales y aventuras,
de sus amores y sus odios,
De barcos, islas, perdidos Robinsones,
Y bucaneros y enterrados tesoros,
Y todas las viejas historias, contadas una vez más
De la misma forma que siempre se contaron,
Encantan todavía, como hicieron conmigo,
A los sensatos jóvenes de hoy:
-¿Qué más se puede pedir? Pero si ya no fuera así,
Si tan graves jóvenes hubieran perdido
La maravilla del viejo gusto
Por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
O con Coopery atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
Dormir el sueño eterno con todos mis piratas
Junto a la tumba dónde se pudran ellos y sus sueños.
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