Cuando Jean Auguste Dominique Ingres pintó en 1814 este cuadro, titulado La Grande Odalisque, todo Paris se escandalizó y le llovieron los reproches de la Academia: las proporciones eran erróneas, aducían, y blandas las formas de la odalisca de harén que el pintor había retratado por encargo de la hermana de Napoleón, Carolina. Antoine Galland había publicado casi un siglo antes su traducción de Las mil y una noches, y Montesquieu no le había ido a la zaga con sus Cartas persas que narraban las aventuras de Usbek y la correspondencia que mantiene con sus cinco mujeres y sus concubinas. El propio Napoleón regresaba de una larga campaña en Egipto. En suma, Francia seguía la moda persa, la fiebre orientalizante todo lo teñía y las mujeres árabes eran vistas por ojos de pintores franceses como lánguidas flores de carne y terciopelo.
Y sin embargo, qué distinta la realidad que surge mientras me documento sobre el harén de los califas, los baños turcos y los hammam, dónde según la imaginación desatada de los caballeros del siglo XIX, pasan el día las desnudas Scherezade del siglo XII. La verdad era que los baños públicos, fuentes de higiene y de salud, abundaban en Córdoba (más de trescientos dicen las fuentes) con días alternados para hombres y mujeres; solían contar cinco salas, incluyendo un vestuario, la sala fría, la sala de baños tibios, el recinto de agua caliente, y otras dependencias para el funcionamiento del complejo. Las mujeres convergían en los receptáculos para el baño, unidas bajo un techo de lucernarias en forma de estrella, que preservaría la intimidad y convertiría el espacio de aguas en un entorno protegido y reconfortante, como si de un cálido abrazo se tratara. Allí jóvenes y mayores, vírgenes y matronas seguramente aprendían mutuamente de sus cuerpos respectivos: unas miraban el futuro de su piel en las carnes de las otras, y las mayores recordarían edades más lozanas e inocentes al observar a sus hijas y nietas gozando de los beneficios del agua y del vapor.
Leo sobre los hammam porque uno de los pasajes de la nueva novela que estoy escribiendo transcurre en uno, el baño califal situado dentro del Al-Qasr: allí, la protagonista Aalis de Sainte-Noire, cristiana y por ende ajena a una cultura dónde los cuerpos femeninos conviven sin falsos pudores, se ve confrontada a esa sensualidad independiente -que pudiera parecer paradójica en el mundo musulmán, pero que no lo es en absoluto- y aprende a ser un poco más libre. Ahora que llega esa esperada primavera, y después el verano, cuando dejaremos atrás los pesados abrigos y chaquetas del invierno, y las siluetas saldrán a la luz del sol, sería bueno recordar la estampa de un grupo de mujeres, de distintas vidas recorridas, compartiendo aire y agua sin preocuparse de la forma de sus cuerpos. ¿O es que la Gran Odalisca se avergüenza de mirar al observador, mientras le ofrece todas las imperfecciones de su gloriosa piel?
Y sin embargo, qué distinta la realidad que surge mientras me documento sobre el harén de los califas, los baños turcos y los hammam, dónde según la imaginación desatada de los caballeros del siglo XIX, pasan el día las desnudas Scherezade del siglo XII. La verdad era que los baños públicos, fuentes de higiene y de salud, abundaban en Córdoba (más de trescientos dicen las fuentes) con días alternados para hombres y mujeres; solían contar cinco salas, incluyendo un vestuario, la sala fría, la sala de baños tibios, el recinto de agua caliente, y otras dependencias para el funcionamiento del complejo. Las mujeres convergían en los receptáculos para el baño, unidas bajo un techo de lucernarias en forma de estrella, que preservaría la intimidad y convertiría el espacio de aguas en un entorno protegido y reconfortante, como si de un cálido abrazo se tratara. Allí jóvenes y mayores, vírgenes y matronas seguramente aprendían mutuamente de sus cuerpos respectivos: unas miraban el futuro de su piel en las carnes de las otras, y las mayores recordarían edades más lozanas e inocentes al observar a sus hijas y nietas gozando de los beneficios del agua y del vapor.
Leo sobre los hammam porque uno de los pasajes de la nueva novela que estoy escribiendo transcurre en uno, el baño califal situado dentro del Al-Qasr: allí, la protagonista Aalis de Sainte-Noire, cristiana y por ende ajena a una cultura dónde los cuerpos femeninos conviven sin falsos pudores, se ve confrontada a esa sensualidad independiente -que pudiera parecer paradójica en el mundo musulmán, pero que no lo es en absoluto- y aprende a ser un poco más libre. Ahora que llega esa esperada primavera, y después el verano, cuando dejaremos atrás los pesados abrigos y chaquetas del invierno, y las siluetas saldrán a la luz del sol, sería bueno recordar la estampa de un grupo de mujeres, de distintas vidas recorridas, compartiendo aire y agua sin preocuparse de la forma de sus cuerpos. ¿O es que la Gran Odalisca se avergüenza de mirar al observador, mientras le ofrece todas las imperfecciones de su gloriosa piel?
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