En la Edad Media, sólo las campanas marcaban el paso de las horas (hasta la llegada de los relojes mecánicos o de péndulo). El tiempo medieval era pues un tiempo que seguía el ritmo de los rituales y la liturgia religiosa (primero en las iglesias y parroquias y después, ya entrado el siglo XII, también en los monasterios) y desgranaba las horas de la misa: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, como nos recuerda Jacques Le Goff en su artículo El Occidente medieval y el tiempo. Pienso en eso al escuchar el sonido de unas campanas casi anacrónicas en nuestro tiempo de relojes digitales, de precisión, sumergibles y calculadores.
Para pasar ese tiempo sin horarios, los hombres y las mujeres medievales se guiaban por los libros de horas, el más conocido de los cuales es del Duque de Berry. Como una novela gráfica, los campesinos y señores desfilan mes a mes, contándonos sus actividades: en la ilustración de arriba, descubrimos que en agosto los señores se dedican a la caza, y que el calor aprieta tanto en la Edad Media como ahora (con permiso del cambio climático): al fondo, unas figuras se zambullen gozosas en un lago de agua fresca.
Para pasar ese tiempo sin horarios, los hombres y las mujeres medievales se guiaban por los libros de horas, el más conocido de los cuales es del Duque de Berry. Como una novela gráfica, los campesinos y señores desfilan mes a mes, contándonos sus actividades: en la ilustración de arriba, descubrimos que en agosto los señores se dedican a la caza, y que el calor aprieta tanto en la Edad Media como ahora (con permiso del cambio climático): al fondo, unas figuras se zambullen gozosas en un lago de agua fresca.
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