Se conoce como "ramblejar" un placentero paseo Ramblas abajo, siendo las Ramblas uno de los ejes más importantes de la ciudad de Barcelona. En el día de Sant Jordi, el paseante no solamente verá flores, estatuas humanas o quioscos de pájaros (aunque el destino de éstos pende de un hilo, a tenor de la voluntad regulatoria del Ayuntamiento), sino también paradas y más paradas de libros.
Reconozco que hace años que no "ramblejo" en Sant Jordi. Como un explorador aquejado de timidez, me limito a las anchas aceras del Paseo de Gracia hasta llegar a Plaza Catalunya, y aún éstas no logran a veces absorber el volumen de ciudadanos que salen a la calle en busca de libro y rosa. Menos espaciosas a pesar de su encanto añejo, las Ramblas se convierten en una columna humana que parece detenida en el tiempo, pues no da la sensación de avanzar ni un ápice. Eppuor si muove, pues la marea sigue su curso, hacia el mar y la sal. Los valientes compradores de libros respiran el aire que viene de las islas cuando llegan al pie de la estatua de Colón.
En parte la fiesta ha cambiado mucho para mí, desde que entré a trabajar en una editorial, hace ahora ya (¿tanto?) diez años, y no digamos desde que publiqué mi novela. Evidentemente no es lo mismo comer en un restaurante que formar parte de la cocina. Pero no estoy hablando de ninguna "inocencia perdida" o ataque de desilusión galopante. Eso me parecería de una ordinariez supina, y disculpadme la expresión. Quiero decir que todos hemos visto House, ¿no? Y algunos, antes de eso, hasta llegamos a leer esas crudas descripciones del mundillo médico que eran La casa de Dios y Monte Miseria, de Samuel Shem. En sus desternillantes y grotescas novelas retrataba a los gobernantes de manicomios y hospitales como seres aptos para el ingreso urgente en la institución que ellos mismos regentaban. En resumen, que en todas partes cuecen habas.
Así que no, lo cierto es que no esperaba que el negocio que rodea a la literatura fuera distinto de otros. He tenido suerte, también es verdad: los profesionales que me han atendido (editores, agentes literarias, diseñadores, agentes comerciales, libreros) en mi faceta de autora han sido eficientes, encantadores e impecables. No, no. En serio. De verdad.
De modo que volviendo a esas personas que mañana saldrán a la calle (y que ya llenaban las librerías desde el viernes por la tarde) en busca de un regalo libresco, mi duda radica en si apreciarán la labor que hay detrás de todo editor y autor cuando presenta un volumen al público. Me lo pregunto, en primer lugar, porque hay mucho gato por liebre y no poca desvergüenza, así que no es de extrañar que al personal la mosca ya no sólo se le haya subido a la oreja, sino que la tenga mordisqueándole el metacarpo. Y me lo pregunto también porque entre tantas y tantas publicaciones nuevas, hasta una veterana (a mis tiernos diga treinta y tres) se siente abrumada por la grandísima oferta. Lo explica muy bien el periodista Barry Schwartz en The Paradox of Choice. De tanto dónde escoger, termina uno por no saber qué elegir.
Así que mi prudente recomendación para mañana lunes, día de Sant Jordi, es la siguiente: salid a la calle sabiendo que hay muchos y buenos editores, y otros tantos autores. que han trabajado duro para ofreceros su libro (amén de los sufridos libreros, que como todo intermediario reciben por todos lados). Desconfiad del libro fácil y también del difícil: lo importante es que al sostenerlo en vuestras manos, se produzca esa magia entre la intuición del lector, la contratapa del libro y la cartera del que compra, que desemboca en la adquisición del libro.
Nada más (y nada menos) que un pequeño milagro.