Estos días han saltado a las páginas de los periódicos los descubrimientos realizados por el equipo de arqueólogos y científicos que trabajan con el cuerpo embalsamado de Pere el Gran (1240-1285), que reinó sobre Aragón, Valencia, Barcelona y Sicília. Entre las múltiples pruebas que se le practicarán al cuerpo -aparte del TAC y otras ya efectuadas- está prevista una reconstrucción facial, como las que vemos en las series de policías científicos y parecida, seguramente, a la que se hizo con Cleopatra o Nefertiri y que ilustra esta entrada.
¿Por qué estremece pensar en los rasgos que tendría Pere el Gran? O cualquier otro ser procedente de nuestro pasado antiguo, si vamos a eso. ¿Cómo sería la cara de la Mujer X de Siberia, cuyo ADN mitocondrial es distinto del resto de homínidos de su tiempo? Los rostros del pasado, esculpidos para siempre en una gravedad helada, inmortal, quizá nos recuerdan lo fútil de las ambiciones humanas, lícitas y pequeñas. Tal vez en los ojos vacíos de una reina egipcia leemos la burla de nuestro propio futuro, hermano del mismo barro.
Admiro el trabajo callado y deslucido del ejército de científicos de la historia, de las que en un tiempo fueron mal llamadas ciencias auxiliares como la paleoarqueología. Aunque la Historia de las Mentalidades hizo mucho por cambiar la perspectiva reduccionista de una historia estatuesca, del pozo de la tierra siguen extrayéndose pedazos de nuestro pasado que seríamos incapaces de comprender sin la labor de los arqueólogos, como símbolos de una piedra de Rosetta por traducir.